EL TRAYECTO

Por Claudia Hernández Ocádiz

Nunca olvidaré la primera vez que vomité. Fue el día que salí de mi país, El Salvador. En ese entonces tenía diez años y vivía con mi abuela. Mi madre acababa de regresar de los Estados Unidos, después de un tiempo de trabajar por allá. La cosa se había puesto brava en mi país. Los Maras Salvatruchas habían amenazado con matar a mis hermanos si no se unían a su banda de criminales. Para entonces, casi todas las noches se escuchaban lluvias de balazos que retumbaban sobre el techo de lámina de mi casa.

No había visto a mi madre desde que tenía cinco años. La reconocí por su aroma a yerbabuena y por los hoyuelos que se le hacían en las mejillas al sonreír. Los mismos que contemplaba en la foto que mi abuela sacaba cada vez que rezábamos.

–Así sea lo último que haga en la vida, los sacaré de este mierdero de matones –nos dijo a mis hermanos y a mí, con lágrimas en los ojos.

El equipaje de viaje consistía en una mochila, una botella de agua, unos calzones y una camiseta. Mamá no me dejó llevar el balón de soccer, y en cambio, consintió en que trajera el crucifijo de madera que me dio el abuelo antes de morir. Al colgarme la cruz recordé que mi tata solía decir que: El único enemigo a vencer es aquel que está dentro de la cabeza.

Partimos al alba. Éramos como veinte. Yo era el más chico. Nos llevaron en un camión de redilas hasta Guatemala. No habíamos comido nada desde que salimos. Luego nos subieron a lo que me pareció un barco y nos dijeron que cruzaríamos a México. El vaivén del agua lo movía todo. Las tripas me rechinaban como sapos en primavera. Un hombre al que llamaban el Coyote sacó unas bolsas de plástico que contenían salchichas.

–¡Óra raza! ¡Traguen ‘ora que hay! –gritó aventándonos las salchichas al piso.

Tenía tatuada en el cuello la palabra Diablo. Apenas di la primera mordida de mi ración y ¡puta madre!, un olor a podrido me perforó desde la nariz hasta el estómago. Vomité lo que había comido junto con un montón de lágrimas y mocos escurriendo de mi cara. Entonces el Coyote estalló en carcajadas.

–¡Óyeme bien, chamaco! Este no es lugar ni para mariquitas, ni para llorones. Si quieres vivir, aguántate como los hombres –refunfuñó, mientras me señalaba a un perro muerto que flotaba panza arriba. No me pude contener. Volví a vomitar.

El trayecto por el desierto y las vías del tren era como un preámbulo al infierno. Nadie hablaba. Solo caminábamos y caminábamos. Lo único que había para comer eran salchichas podridas. Mi madre rezaba por las noches, especialmente cuando se escuchaba el aullar de los lobos. Un dolor en la pierna izquierda se me fue haciendo insoportable. Mordía el crucifijo con todas mis fuerzas. Ya lo había dicho el Coyote: “No era lugar para llorones”.

Estábamos en medio de la nada cuando se nos agotó el agua. Los rayos del sol caían con furia sobre mi cabeza. Yo tenía la lengua pegada al paladar. Resultaba difícil respirar. Entonces encontramos un pozo de donde pudimos extraer un líquido verdoso que olía a excremento de caballo. Estaba cubierto de moscas. Apreté los ojos y contuve la respiración mientras bebía unos tragos. No me dejaría vencer.

–¿Cuándo vamos a llegar, mamita? – pregunté una noche. Había pasado un mes desde que partimos.

–Ya pronto, Ángel. ¡Aguántate mi’jito! –contestó con voz afligida y me besó en la frente.

Fue entonces cuando divisamos una luz blanca. Habíamos cruzado un río. Allí nos recogería una camioneta.

Me había detenido a orinar cuando de repente escuché:

–¡Ahí viene la migra! ¡Corran!

Me quedé parado sin saber qué hacer. En eso, el Coyote me jaló de los cabellos y gritó:

–¡Venga para acá muchachito pendejo!

Ni siquiera me dio tiempo de subirme los pantalones. Las piernas se me doblaban de tanto correr. Pensé que moriría. Cuando al fin llegamos a la troca, el hombre me aventó y caí de bruces sobre una superficie dura. El resto del grupo cayó sobre mí sin que pudiéramos acomodarnos antes de partir a toda velocidad.

Han pasado cuatro años desde que crucé pal’ otro lado. Después de aquella experiencia, no he vuelto a comer salchichas. De solo recordarlo se me vienen las ganas de vomitar. Mis amigos americanos se burlan de mí porque no como su comida. Un día me castigaron en la escuela porque no quise comer un hot dog que me sirvieron a la hora del lunch. No les expliqué el por qué. ¿Quién me podría entender?