¿Quién es mi vecino?

Sophia Vackimes, Officina de

Gestión de Emergencias, Ciudad

de Bellevue

Muchos de nosotros acabamos completamente cansados después de trabajar todo el día. Llegamos a nuestras casas y atendemos lo que hay que atender: la cena, los platos, el baño. Vemos algo de noticias o algún programa divertido, nos tiramos en el sofá, platicamos un rato con la familia o con nadie, nos lavamos los dientes—o se nos olvida eso tan importante—y nos vamos a acostar. La mañana siguiente de nuevo el mismo trajín, que si nos lavamos detrás de las orejas, que si estos zapatos o los de tacón, que si se congeló el cristal del automóvil, que si tenemos el lunch preparado, o si nos quedó bien el peinado (en este último caso, debo confesar que a mi nunca me queda). Nos dirigimos de nuevo al trabajo y vuelta nueva a todo lo anterior. Deshelamos el coche, prendemos el radio, nos ponemos el cinturón de seguridad, y caramba se nos hace tarde. Arrancamos sin más ni más dejando atrás nuestra camita tan cómoda y la ropa sin hacer. Casi no saludamos a la señora que nos ve todos los días, una señora que saca a caminar a su simpático poodle cada mañana. Todo es igual de lunes a viernes, semana tras semana.

En este país, la vida es mucho más acelerada que lo que experimentamos los que venimos de otros lugares. Por lo general, de niños era la madre la que nos correteaba a que terminaramos el desayuno a que nos acabaramos de vestir, pero luego había un pequeño paseo a la escuela. Saludábamos a los vecinos, muchas veces incluso la plática era tan animada que nuestras madres tenían la culpa de que se nos hiciera tarde. Yo recuerdo que a mi me daba tiempo de atravesar la calle para jugar un momento en la fuente que estaba frente a nuestro departemento en la Ciudad de México. También recuerdo que de regreso de la escuela tenía tiempo para pasar a saludar a la pareja Judía que tenía una tienda donde yo compraba dulces de grosella, y quienes le confesaron historias de sus difíciles vidas en Europa a mis padres. Cruzábamos la calle y doña Amalia vendía frutas y verduras. Era enfermera por la noche en una fábrica. Había hecho todo un esfuero por educarse para ayudar económicamente a su familia. Los vecinos de nuestro edificio eran de una gran variedad de lugares. Laura, la señora de al lado era costurera y diseñadora, su hija se casó con un técnico de la televisión Canadiense a quién conoció durante las Olimpiadas del 68. Las personas del piso de abajo eran refugiados Españoles quienes fueron a ser importantes profesores en la Universidad de México. Todos hablában con todos. Todos sabíamos sus números de teléfono, sus nombres, sus profesiones. Todos sabíamos que podíamos contar unos con otros más allá de pedir un ingrediente para complementar algún platillo. Todos nos conocían y los conocíamos a ellos.

Ahora que vivo aquí pienso en esos días. Donde vivo casi no hablo con mis vecinos porque ando corriendo de aquí para allá. Pero trato de tener contactos con personas a mi alrededor. Sara, mi amiga del tercer piso, me cocina maravillosos platillos mexicanos. Iris, la administradora y yo platicamos sobre asuntos diarios. El señor que se acaba de mudar, Mohammed, luego de ser una lata, terminó siendo buen amigo. Unos a otros nos pedimos favores. Otros son guardianes del edificio y no dejan entrar a extraños. A veces los idiomas que hablamos son diferentes, a veces no. Lo importante es tomarnos el tiempo para saludar a las señoras con sus perros, ya sean coolies, o poodles (no conozco a los gatos, no los dejan salir a saludar). No ignorar a la gente que nos rodea es la manera más humana de vivir seguros. Ellos velan por mí. Yo velo por ellos. Como escribe Sandra Maqueda, todos somos uno. Tenemos que hacer tiempo para recuperar el ritmo que da humanidad.