El suave prejuicio de las bajas expectativas

Esther J. Cepeda

Columnista

CHICAGO – En un informe de las autoridades de Georgia dado a conocer recientemente, quedaron expuestas las ridículas medidas adoptadas por algunas escuelas públicas de Atlanta, a fin de elevar los resultados de exámenes, en lo que se ha considerado como el mayor escándalo de falsificación de resultados que se haya visto en la nación.

Los detalles lo dejan a uno con la boca abierta y son parte de una historia que, lamentablemente, parece una lista de las cosas que no funcionan en el sistema educativo de nuestro país y en el actual movimiento para reformarlo.

Por ejemplo, los investigadores hallaron que algunos maestros corrigieron las respuestas del examen, a veces en grupos, durante “fiestas de cambios” organizadas en las casa de los maestros. Se arreglaron los pupitres en las aulas de manera que los estudiantes de bajo desempeño pudieran copiarse de los de mejor desempeño, o se permitió que los estudiantes utilizaran material de referencia para encontrar las respuestas. Por lo menos en un caso, expresa el informe, los maestros escribieron las respuestas en los exámenes para que pareciera que los alumnos habían dado el examen, cuando en realidad no lo habían hecho.

Los maestros en este caso actuaron incorrectamente, pero los que se dedican a criticar las pruebas estandarizadas les dirán que la culpa es de los exámenes de alto riesgo y no de la defectuosa naturaleza humana. Para ellos, éste es otro ejemplo más del necesario retorno a la época dorada anterior a la ley “Que ningún niño quede atrás”, que requirió no sólo que se enseñara a los estudiantes, sino que las escuelas demostraran que éstos realmente habían aprendido.

“Lo que está pasando aquí es que los individuos y organizaciones que se oponen a la reforma están reaccionando ante este incidente tratando de eliminar toda forma de pruebas estandarizadas, a favor de mediciones subjetivas de enseñanza como cuánto se esfuerza la gente o cuánto le importa”, me dijo, Kyle Olson, fundador y jefe ejecutivo de Education Action Group, una organización no partidaria y sin fines de lucro, dedicada a la reforma educativa y con asiento en Michigan.

“Debemos observar y seguirles la pista, realmente, a medida que estas evaluaciones se implementan, debemos asegurarnos realmente de que haya honestidad en el sistema —la alternativa es que siga habiendo escuelas que produzcan niños que no pueden leer y que no están preparados para la vida. Pero lo que debe suceder, en última instancia, es que todo el que haya estado involucrado rinda cuentas, porque lo que es tan ridículo en este caso es que casi 200 personas —tanto maestros como administradores— estuvieron involucrados”.

Eso nos lleva al siguiente grito contra la reforma educativa que este caso ha reafirmado: Los maestros no pueden ser evaluados honestamente por sus administradores, porque éstos son corruptos, tienen prejuicios y son injustos.

En casi todos los lugares de trabajo hay malos administradores, pero en las escuelas públicas de Atlanta fueron la pesadilla de todo maestro. Los investigadores describieron una cultura generalizada de “miedo, intimidación y represalias”, en la que los directores amenazaron, castigaron, humillaron públicamente a maestros frente a sus pares o simplemente los despidieron, dependiendo de cuán hábiles eran para falsificar los resultados deseados de los exámenes. Se les hizo comprender a los maestros que las escuelas harían lo que fuera necesario —incluso si ello significaba “violar las reglas”.

Es trágico, pero no debemos permitir que este atroz ejemplo de administración irresponsable y poco ética se entrometa en el camino de las mediciones para evaluar maestros. Por el contrario, este incidente debería servir como punto de referencia, en un riguroso diálogo sobre cuáles son las mejores prácticas que deben utilizarse al evaluar maestros —y si se debe requerir que los administradores también participen en la tendencia de “ser evaluados”.

No hay suficiente espacio en esta columna para referirnos a otros asuntos lamentables pero no generalizados, que este escándalo ha destacado, como el efecto de los programas competitivos, tales como “Carrera hacia la cima”, y los peligros de las sociedades entre escuelas y corporaciones donantes. Por lo tanto, me referiré a la absolutamente peor creencia incorrecta que este incidente ha reafirmado: que no se puede educar a niños pobres y pertenecientes a minorías.

Aunque los niños de bajos recursos y de minorías pocas veces cuentan con la pericia o los recursos que los ayudarían a triunfar en el aprendizaje, no hay duda de que, en el aspecto cognitivo, tienen tanta capacidad como cualquier otro niño de aprovechar una excelente educación. Estados Unidos simplemente no se ha propuesto convertir a los niños pobres en prioridad.

El desgarrador fondo de la cuestión aquí es que debido a una triste confluencia de entornos problemáticos, personalidades dudosas y penosas adversidades presupuestarias, las escuelas de Atlanta que cometieron estas atrocidades educativas enviaron a la nación un claro mensaje: “No podemos educar a estos niños, por lo que debemos mentir y engañar”.

Ya fuere que estos llamados educadores no contaran con los recursos, o peor aún, no creyeran en la capacidad académica de sus estudiantes o en la posibilidad de enseñarles, sus devastadores actos deben interpretarse como un grito de ayuda. Es un grito al que debemos responder con celeridad —no sólo por los niños de Atlanta, sino por todos los demás, cuyas voces aún no se han oído.

La dirección electrónica de Esther J. Cepeda es estherjcepeda@washpost.com.