Leyendas de mi tierra

San Luis Potosí es una ciudad con más de 400 años de historia, es por ello que a lo largo de estos siglos se han tejido en sus barrios innumerables sucesos que se han convertido en leyenda.

Aunque la leyenda de la Llorona existe en todo el País, esta versión se remonta a la ciudad de San Luis Potosí durante un gran diluvio registrado en 1680.

Coincidiendo con la tormenta, llegó a la ciudad procedente del Real de Charcas una bella mujer que venía huyendo de la justicia, pues había sido la culpable de la muerte de su esposo y su amante, quienes murieron peleando por ella. Traía consigo a sus dos hijos pequeños y al no conocer a nadie en la ciudad, la mujer comenzó a vagar en medio de la fuerte lluvia.

Al intentar cruzar el arroyo de “la Corriente”, tuvo la mala fortuna de que la fuerza del agua la arrastrara junto con sus hijos. Finalmente fue rescatada de las aguas del arroyo, pero sus hijos nunca fueron encontrados. A partir de ese momento la belleza de la mujer se marchitó y su mirada se perdió en el infinito.

Juran quienes vivieron en ese tiempo que cuando el cielo se oscurecía anunciando una tormenta, la mujer recorría la ciudad envuelta en en holgado camisón desaliñado, como un alma en pena. Su rostro lucía desencajado y su mirada extraviada.

Pero lo más aterrador sucedía justo con el primer relámpago: de sus mandíbulas abiertas emergía un grito desgarrador que erizaba la piel del más valiente…”¡Ay, mis hijos!”.

El lamento de la mujer se escuchaba por toda la ciudad, en especial en el Valle de Tangamanga, por lo que se le llamó “la Llorona de Tangamanga”.

Esta es una de las leyendas más famosas de la ciudad de San Luis, además de ser, quizá, la más verídica. Aconteció en los años 50, y por eso todavía se encuentra fresca en la memoria de los potosinos.

La versión es que una elegante dama vestida de negro y con un velo cubriendo su rostro acudió a altas horas de la noche a un sitio de taxis para solicitar un servicio. No era común que alguien solicitara ese servicio a altas horas de la noche, aquella extraña dama enlutada pidió que la llevaran a visitar siete iglesias de la ciudad.

El primer sitio fue el Santuario, en donde la mujer pide al taxista esperar mientras ella rezaba a las puertas de la iglesia, que por ser ya tarde, éstas se encontraban cerradas.

Una vez terminado su rezo, la dama abordó nuevamente el taxi y pidió al chofer dirigirse a la siguiente iglesia. La acción se repitió y así sucesivamente en las restantes iglesias. Al terminar su última visita en la iglesia del Saucito, la extraña dama solicitó al chofer la llevara al Panteón del Saucito y ante el asombro del taxista le pidió dejarla ahí.

Antes de descender del taxi escribió una nota para que el taxista cobrara al día siguiente el importe del servicio. Para mayor garantía le entregó un crucifijo. Esta situación no era rara en esos días, pues existía la costumbre de que algunas familias ampliamente conocidas en la ciudad extendieran ese tipo de documentos los cuales eran siempre liquidados en la fecha convenida.

Pero lo que sí le sorprendió fue ver alejarse a la dama en el interior del panteón sin que las puertas de éste se hubieran abierto.

De cualquier manera, al día siguiente acudió por su pago y pidió ver al señor de la casa. Tras relatar lo sucedido y mostrar aquel papel, el señor comenzó a inquietarse y al mostrarle el taxista el crucifijo, el buen hombre cayó en llanto.

El taxista no alcanzaba a comprender lo que sucedía, hasta que escuchó al hombre decir: “Ella era mi esposa, pero falleció hace un mes”.

El infortunado taxista no esperó a recoger su dinero y salió apresuradamente de la casa. Días después cayó enfermo y hay algunas versiones que aseguran que no se recuperó jamás.