Aprendiendo de los maestros temporales

Esther Cepeda

CHICAGO — Hay muchos que desprecian a los maestros que “desertan” —y tienen una opinión aún peor de los que entran al magisterio a sabiendas de que sólo será por un período breve.

No es de sorprender, entonces, que los círculos educativos estén en llamas por un reciente artículo de primera página del New York Times, que pregonaba a los cuatro vientos la principal crítica de las escuelas chárter: Sus maestros no duran mucho, a veces por designio.

El artículo describía a algunos graduados de programas de inmersión para maestros como Teach for America (que recluta graduados universitarios ultra brillantes para escuelas de zonas sumamente pobres después de un período de capacitación durante el verano), como trepadores profesionales. Calculan que unos años en la clase será gratificante personalmente y un escalón para oportunidades económicamente más satisfactorias.

Eso es anatema para los que piensan que los únicos buenos maestros son los que consideran que el magisterio es una vocación a la que vale la pena dedicar toda una vida profesional. Pero eso es miopía. Consideremos que los maestros que se desempeñan por un período breve pueden ser tan eficaces, y quizás hasta mejores, que los veteranos, en ciertas situaciones.

Durante la reunión de personal en mi primer trabajo como maestra —donde debía enseñar a alumnos de primer grado, de muy bajos ingresos y que no hablaban inglés— el director se aseguró de pedir a los maestros veteranos que brindaran todo el apoyo posible a los novatos.

La principal motivación era la decisión deliberada de enseñar a estudiantes de ínfimos ingresos y sumas necesidades, en las comunidades más conflictivas, por salarios acordes con lo que pueden pagar distritos escolares que figuran en listas de vigilancia académica.

En primer lugar, saben que no tienen experiencia, por lo que dedican todo el tiempo que tienen, cuando no están en la clase, a leer los últimos libros, artículos y blogs de Pedagogía.

Y su día laboral pocas veces se ajusta a la campana escolar.

También significaba quedarse levantado tarde de noche y trabajar los fines de semana creando actividades especializadas para estudiantes que estaban particularmente atrasados o que necesitaban métodos pedagógicos alternativos.

Además existía el aporte personal de efectivo no-reembolsable para útiles y materiales de estudiantes que no podían pagar los propios.

A eso hay que agregar el tiempo utilizado en las frecuentes llamadas a los padres, las visitas a las casas, la recaudación de donaciones de alimentos y ropa para las familias, y en responder las llamadas al teléfono celular personal cuando los estudiantes necesitaban ayuda adicional o experimentaban emergencias personales —incluyendo algunas serias, como quedarse sin casa o sufrir de maltrato— y no tenían a quién más recurrir.

Ésas son las experiencias pedagógicas en que se embarcan algunos educadores novatos porque nadie más lo hará —al menos durante unos años y antes de que llegue la desilusión. ¿Debemos, acaso, despreciarlos por no estar dispuestos a dar tanto de sí mismos durante una carrera de veinticinco años?

Pienso que no.

El cambio de maestros nunca es óptimo. Pero en su conjunto, ¿no es mejor proporcionar a los estudiantes maestros entusiastas y brillantes durante unos años, que asignarles maestros de larga carrera, que nunca podrían seguir ese ritmo agotador, durante décadas de enseñanza en un entorno de abrumadora pobreza?