Un caudillo de segunda

Esther Cepeda

Columnista

La última vez que Ecuador, el pequeño país andino quizás mejor conocido por ser el mayor exportador de bananas del mundo, causó revuelo en las noticias fue en abril, cuando se avino a cerrar un número de fallidas universidades por su pésima calidad académica.

Antes de eso, en enero, circuló la extraña noticia del triunfo de una campaña de Internet en cerrar cientos de clínicas de tortura, donde se mataba de hambre y golpeaba a pacientes homosexuales en un esfuerzo por “enderezarlos”.

Ecuador siempre parece estar en el fondo. Al carecer de la brillante pompa de los nuevos ricos de Brasil, la exagerada violencia de su vecina Colombia o la influencia de los emigrados en masa, como los mexicanos en Estados Unidos –hay sólo unos 600.000 ecuatorianos, o descendientes que viven en este país, según el Pew Hispanic Center– no se piensa en Ecuador en primera instancia.

Después entra en escena Rafael Correa, el joven y fotogénico presidente, que ha dejado su marca en una cautelosa población ecuatoriana, apelando a la población indígena con sus nociones elementales de lengua madre indígena, el quechua, y con sus programas para elevar a los pobres. Impresionó a todo el resto al lograr que se enmendara la constitución del país para poder quedarse en la presidencia todo el tiempo posible, al intimidar a los medios con medidas severas y demandas judiciales y, más recientemente, al boicotear la Cumbre de las Américas para protestar la continua exclusión de Cuba.

Ahora Correa, que obtuvo su maestría y doctorado en Economía en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, podría estar tratando de bruñir su propia imagen y la de Ecuador en la escena internacional, acogiendo al fundador de WikiLeaks, Julian Assange. El juvenil revelador de secretos de cabellos plateados causó un incidente internacional, la semana pasada, al entrar a la Embajada Ecuatoriana en Londres buscando asilo de los gobiernos estadounidense y sueco. Ambos lo buscan por su publicación de secretos militares y diplomáticos, y acusaciones de violación y abuso sexual de dos mujeres, en 2010.

Aparentemente, Assange se hizo amigo del presidente tras invitar a Correa a su programa de charlas, con sede en Inglaterra, que difundió mientras estaba bajo arresto domiciliario en abril. Tras 75 minutos de bromear con Correa sobre su mutuo aprecio y desdén por Estados Unidos –se lamentaron de ser “perseguidos” y Assange se despidió de Correa diciendo “que no te asesinen”– deben haber sentido un vínculo suficientemente estrecho para que Assange escogiera Ecuador, en lugar de Cuba o Rusia, para evadir a las autoridades.

Para qué hablar de la oportunidad de oro de Correa para entrar en candelero. Al apoyar públicamente a Assange, da un paso para reemplazar a algunos personajes políticos actuales –y evanescentes– de América Latina: Fidel Castro, aquejado de enfermedades y cuyos constantes rumores de muerte han dejado de ser novedad, y el presidente venezolano, Hugo Chávez, cuyas payasadas han pasado a segundo lugar ante las noticias de su batalla contra el cáncer.

En realidad, es un revés deprimente porque las grandes personalidades son casi la única cosa que mantiene a América Latina en el interés del público estadounidense. Ahora que la migración de México se ha reducido drásticamente, se ignora a América Latina aún más.

¿Pero cumple Correa con las características para convertirse en el más reciente provocador de América Latina? Perdónenme que lo diga, pero le faltan aptitudes. Podría tener la personalidad para desempeñar el papel de caudillo, pero no la grandilocuente figura para ascender a la categoría de anti-imperialista en jefe.