UN HOMBRE DE FE, PERO SIGUE SIENDO HOMBRE

Padre Alberto, como le llaman sus seguidores, nunca ha hecho algo que me lleve a pensar que no es un hombre de Dios, dedicado completamente a su vocación de transmitir la palabra de Dios para jóvenes y viejos, ricos y pobres, parejas y familias enteras. No es solamente un hombre de fe, sino alguien que posee un carisma especial que ha creado casi un culto entre sus fans. Sí, sus fans. Y es que en el mundo sacerdotal Padre Alberto es una estrella de rock. Pero por encima de todas las cosas, es un hombre.

Por eso cuando una revista de chismes — conocida por sus titulares sensacionalistas y escandalosos — publicó imágenes de él con una mujer a la que manifiesta cariño, no me sorprendió. Lo que me sorprendió es que él se haya expuesto al escrutinio de la mezquina prensa amarillista.

Lo que lo haya llevado a tomar tan importante paso en su vida es algo que probablemente se quedará en su alma y en su conciencia, a pesar de sus comentarios públicos. Lo importante es que él siguió a su corazón. Hace más de seis décadas un hombre muy cercano a mi corazón luchaba con el mismo cambio de vida. Mi propio padre.

Deseaba intensamente comprender por qué un hombre que había hecho los muy estrictos votos del celibato los rompería y se arriesgaría a la condena de la institución de la Iglesia Católica. Aún más inquietante para mí era que no sabía por qué mi padre mantuvo en secreto un episodio tan importante de su vida.

A través de los años y de la investigación que hice para mi libro: “Yo Soy la Hija de Mi Padre: Una Vida Sin Secretos,” descubrí algunos de los detalles de su vida como sacerdote. Por ejemplo, que fue educado en un seminario en Roma, que su hermano también había sido sacerdote, que durante más de una década había servido en varias parroquias en la capital mexicana y que en algún momento él se quejó ante su familia de que había sufrido una grave desilusión de la iglesia.

Cuando examiné los viejos archivos de la arquidiócesis, un joven sacerdote trató de apaciguar mi agitación recordándome que lo que nunca podría descifrar es lo que pasaba exactamente por su mente cuando él tomó esa decisión. Ese fue un secreto que se llevó a la tumba.

Me enteré luego por parte de miembros de su familia de su larga lucha para reconciliarse con la Iglesia Católica. Y es que en la década de 1940 un sacerdote no podía tan fácilmente decidir irse de la institución y ser todavía un católico practicante. Sus esfuerzos fueron documentados en una carta escrita en latín en la que pedía la absolución de la Santa Sede. Fue de hecho, el padre Alberto Cutié quien me ayudó a traducir el documento al inglés y me ayudó a comprender cuánto valoraba mi padre el poder darle a sus hijas una educación religiosa, como explicaba en la carta.

El padre Cutié y yo hemos tenido muchas conversaciones acerca de la Iglesia a través de los años, sus enseñanzas, sus reglas y sus imperfecciones. El celibato no es natural, le decía. Pero es el sacrificio que hacemos por el Señor, contestaba. Recuerdo haber discutido con él la ironía de la ley canónica durante el álgido escándalo de abuso sexual por parte de sacerdotes católicos. Yo no podía entender cómo según el artículo 1395 de la ley canónica, el sexo entre un sacerdote y una mujer adulta es una ofensa más grave que molestar sexualmente a menores de edad. Es difícil hacer paralelos entre la historia de mi padre y la del padre Cutié. Con tan sólo 40 años de edad, su futuro es todavía incierto. Estoy segura que continuará siendo la figura apreciada que ha dado consuelo e inspiración a miles, aunque muchos condenan sus acciones. Pero si él llegara de alguna manera a seguir los pasos de mi padre, casándose y teniendo hijos manteniéndose como un hombre de fe, podría dejar un legado de amor y fortaleza para muchas generaciones futuras.