Las respuestas nos definen

Esther Cepeda

Columnista

Cuando una madre cría a dos adolescentes, se encuentra realizando todo tipo de tareas, casi todas en torno al cumplimiento de reglas.

Entre ellas, “come los vegetales, bebe la leche, no comas dulces” y “levanta la ropa del suelo, pon la silla debajo de la mesa y apaga las luces.”

Para no hablar de las relacionadas con inculcar hábitos de aseo personal en varones adolescentes, que no son apropiados para describir en un periódico.

Pero últimamente, me encuentro desempeñando un nuevo papel: Soy la sargenta del “yeah”. Suele presentarse de la siguiente manera:

Yo: Querido, ¿te acordaste de dejar salir a los perros?

Hijo: Yeah.

Yo: Perdón, ¿qué dijiste?

Hijo: Yeah.

Yo: Haz otro intento.

Hijo (rechinando los dientes): YES, Mooommmm! (Sí, Mammáaa)

La ofensiva comenzó bastante abruptamente. Fue a fines del último semestre cuando pareció obvio que para poder entrar en las clases más avanzadas el año siguiente, los alumnos dependerían, en parte, de las recomendaciones de sus profesores.

Recordé con horror cómo mis dos hijos contestaron las preguntas de sus maestros con el deplorable “yeah”, durante la última ronda de reuniones para padres. Desde entonces, he estado patrullando.

“Yeah” no es mi enemigo natural. Yo lo uso todo el tiempo, generalmente durante conversaciones informales con colegas, conocidos o familiares. La diferencia es que, por ser una adulta que recibió la estricta educación de una escuela católica, cambio de código con toda facilidad.

Uso “yeah” con mi marido cuando me pregunta, por ejemplo, si quiero ketchup en mi perro caliente y “Yes, Srta. Tal” cuando me dirijo a las maestras de mis hijos, ahora uso más, “Yes, dear” (sí, querido) cuando trato de dar el ejemplo en casa.

No es que esto haya surgido en forma totalmente inesperada. Nuestros hijos están llegando a la edad en que debemos planear qué cursos tomarán en la escuela secundaria para poder estar en la mejor posición posible de ingreso a la universidad y está quedando claro que todas las experiencias de vida importantes dependen de los detalles.

Hace unas semanas, un director corporativo de búsqueda de talento de la ciudad de Chicago vino a nuestra escuela secundaria local para hablar a los profesores sobre la mejor manera de preparar a los estudiantes para ingresar en la fuerza laboral.

Aunque las buenas notas obviamente son importantes, el presentador no se centró en promedios de 5 puntos, historiales llenos de actividades extracurriculares y servicio comunitario, ni siquiera en títulos de universidades elite.

Cuando él avalúa a los candidatos para posibles puestos, su mente llega a una conclusión en pocos minutos.

“Todo se centra en la forma en que un candidato se representa a sí mismo en la primera impresión — están vestidos pulcramente, con una camisa limpia y planchada que está prolijamente metida dentro del pantalón? ¿O usan vaqueros o pantalones gastados?

“¿Le miran a uno a los ojos? ¿Usan tonos vocales diferentes para mostrar que están entusiasmados por la oportunidad? ¿Contestan las preguntas con oraciones completas o simplemente con un ‘yeah’, ‘OK’ u otro tipo de respuesta de una sola palabra?”

El orador invitado, que expresó que llevaba trabajando 19 años en diversas industrias, dijo, “Literalmente, en los primeros cinco o 10 minutos de la entrevista sé si el candidato avanzará o no.”

Realmente, son los detalles más simples, como mostrar interés por el trabajo y prestar atención, y formular preguntas inteligentes, los que permitirán atravesar el portal de una oportunidad.

Eso deja poco espacio para los errores.

Y es una buena razón para que yo luche también por abandonar el uso casual de la versión perezosa de “yes”.